Perdí mi tercera virtud de forma conmovedora, según cuentan los testigos/complices, pero sin sangre ni estertores no hay tragedia que merezca ser llamada así. Con un pie en la flotante curiosidad y el otro hundiendóse en el monótono fango de los celos, crucé la delgada línea que separa la solitaria unicidad del terrible sentimiento de saberse uno más y reemplazable.
Dentro mío las pequeñas e intermitentes aspiraciones crearon un tempano que se derretía con rapidez, temía que en algún momento me consumiría en mi mismo, sin control.
Aquí estoy a centímetros de ser tan letal como el amor, me dije, y de inmediato sentí que aquel punto de inflexión me daría más sombras que luces, los días que me restaban los pasaría hundido en mi fascinación, ser el dueño de las nubes, poseerlas; ya no puedo verme de otro modo, quiero surcar el cielo, recorrer los insólitos paisajes que me han domesticado ahora; dejar atrás cualquier rastro de tristeza, sacudirme los molestos prejuicios, aspirarlos a cada uno de ellos, ser yo el que decida por dónde andar y cómo hacerlo.
Ví al mundo detenerse, reducirse en pequeños puntos lo que llamamos personas, todo eso, mientras limpiaba mi conciencia pensando que en esencia somos polvo, y es natural sentirnos atraídos a él, en cuanto divisamos su salina formación.
Qué ironía es esa, que me ha hecho presa de los celos, ha sembrado en mí un especial don, me puso toda la atención que necesitaba y ahora me reclama como parte de su ejército de ciegos adoradores del alba, qué ironía es esa que con su toque puritano me ha despojado la inocencia, en un juego de hipersensaciones y aceleración constante.
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